Y volver a ver el mar. El inmenso mar. Azul, brillante,
hermoso….una maravilla para la vista. Tan grande, que a veces pienso que se
escapa de la vista humana y que puede imponerte. Me encuentro frente a él, y
soy valiente y decido meterme. Me adentro y siento el agua fría que moja mis
pies. Me voy metiendo poco a poco, tímida, y a medida que mi cuerpo se adapta a
la fría temperatura, me voy sumergiendo. Y cuando no me doy cuenta, el mar se
ha adueñado de mí y yo, como buena rehén, me dejo hacer. Hay buenas olas, y yo
jugueteo con ellas. Y por un momento me olvido de todo. Y lo único que me
importa es disfrutar de ese baño. Un baño placentero en el que me dejo llevar
por el suave compás de las olas. Y me siento cual pececillo en el mar: libre.
Libre en todos los sentidos, porque soy capaz de dejar escapar volar todos mis
pensamientos, preocupaciones y
obligaciones. Por fin escapo de esa cárcel llamada rutina. Una rutina que es
contagiosa y que no te deja disfrutar de la “vida”. Porque la vida no es solo
sufrimiento, como dice la gente. Vida solo hay una y tenemos que disfrutarla en
todo momento. Hacer siempre lo que a uno le apetezca y arriesgarse, porque si
no lo haces te estarás arrepintiéndo en tus días futuros. Y dejas de pensar, y
te das cuenta que sigues dentro del mar. ¿Y ahora qué? Pues salgo, y me tumbo
en la toalla y dejo que los rayos de sol sequen una a una todas las gotitas que
invaden mi cuerpo y ¿después? Dejarme llevar, y que la vida me vaya dando
nuevas sorpresas.
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