Jardín vivo, colorido, alegre. Lleno de flores preciosas, de
todos los olores, colores y texturas. Todas ellas forman ese jardín tan bonito
y vivaz, precioso como el que más, en el que se respiraba un aire de armonía y
serenidad, imposible de hallar en la caótica ciudad. Cada una de ellas representan
algo de la vida: las amapolas, la tranquilidad;
el jazmín, la dulzura del amor;
la orquídea, la perfección; el
geranio, el amor puro y sincero; el narciso, la esperanza y la paciencia. Pero
entre todas ellas, destacaba el círculo formado por las famosas rosas. Esa
flor, de un intenso rosa, que perceptaba la mirada de cualquier deambulante que
andara por allí. Porque representan el amor verdadero y dulce. Entre todas
ellas, destacaba una. Era de la misma forma, tamaño e incluso color que las
demás, pero desprendía un olor, imposible de pasar por alto a las numerosas
abejas que rondaban por allí, con el fin de captar el deleitoso néctar de las
que está compuesta. Como era ella…
Una chica distinta a las demás, bueno, más bien única. Toda
ella era bondad. Yo la asemejo a un ángel caído del cielo. Celestial, pura,
encantadora y deliciosa, como aquella rosa. Numerosas abejas rondaban siempre a
ella, la olían, se posaban sobre ella. Algo fácil de sobrellevar. Lo que no
sabía, es que un día llegaría algo que la cambiaría la vida por completo.
Todo comenzó con una famosa convivencia, en la que la
conocí. Al principio, no destacaba entre
la gente más habladora y dicharachera, sino que había que adentrarse en la
intimidad de las habitaciones para poder saber de ella. Al mirarla, miles de
destellos dulzura salían de su rostro
delicado, de su sonrisa angelical, de sus manos bonitas, de su cuerpo
estilizado. Poco a poco, pude adentrarme en su mundo, saber más de su historia.
Tal fue la conexión, que en menos de un año, la teníamos ya entre nuestro
circulo de amigas. Nos contábamos las cosas, compartíamos experiencias e
ilusiones, soñábamos juntas… hasta que conoció el “amor”. Un chico corriente,
que actuaba sin hacer ruido, pero que cuando ella le vio, fue como si una banda
sonora inmortalizara ese momento. En poco tiempo comenzaron su proyecto de amor.
Un amor insano, que canalizaba todos y cada uno de sus sentidos, la absorbía.
Ella estaba feliz, porque le consideraba como el amor de su vida. Pero lo que
no sabía, es que se estaba metiendo en un laberinto sin salida. Un laberinto
que la consumía cada vez más y más, que la estaba quitando su bien más
preciado: su libertad. Ese chico que parecía tímido, reservado y muy devoto la
cortó las alas, la transformó en alguien débil, y lo peor de todo, es que ella
no lo percibía, solo quería estar todo el tiempo con su compañero. Mirándose a
los ojos, hablando del futuro, de la vida que ahora compartían…los dos, solo
ellos dos, nadie más. Su filosofía era, que si se tenían el uno al otro, ¿Qué
más necesitaban? Pues necesitaban
sociabilizarse, escuchar otras voces distintas a las suyas, reírse de los
chistes de los demás, bailar con otras personas…necesitaban ser felices, porque
aquello no era felicidad, y mucho menos amor. Aquello era como arrancar esa
bella rosa de la que hablaba al principio. Separarla de sus semejantes,
llevársela lejos de ese hermoso jardín, y encerrarla en una casa, posándola
sobre un simple vaso con agua. Alejarla de los cálidos rayos de sol, de los
revoloteos de las abejas, de los niños curiosos que se acercan a oler, permitir
que se marchite, solo por el simple hecho de la posesión, de querer tenerla
cerca. Es, simplemente, alejarla de cualquier atisbo de libertad.
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