Tarde de verano. Gran vía. Como siempre llena de gente a la
que le da igual el calor que haga fuera, ellos solo desean salir y disfrutar de
su tiempo libre. Y tú, en medio de la calle, sin hacer nada, viendo como
cientos de personas pasan a tu lado. Van andando solos, con sus amigos, con su
pareja….y no se percatan de que tú estás ahí. Estas sola, y pensando en tu
vida. En todas las cosas que has hecho mal, en cómo podrías cambiarlas, en lo
que hubiera pasado si hubieras tomado otra decisión… y la gente sigue
caminando, deprisa o despacio, mientras tú sigues cuestionándote tu vida. Ellos
no se dan cuenta de lo que estás sufriendo, “a lo mejor ellos son felices y no
tienen preocupación alguna” piensas, pero en realidad van tan acelerados con el
fin de no pensar en nada. Pero en cambio, sigues dándole vueltas a tu cabeza.
Deseas gritar, patalear, vocear. “todo va tan deprisa que es improbable
encontrar una solución” y ansías con
fervor la posibilidad de poder parar el tiempo. Darle al “pause” de la vida. Es
una opción imposible. Y, de repente, una lágrima aparece, tímida, en tu rostro.
Y te derrumbas, y piensas que la vida así no tiene sentido ya que tus malas
acciones pesan más sobre ti, que todo lo bueno que has hecho.
No encuentras
salida, lo ves todo oscuro….y aparece una luz. Una luz brillante, divina e inspiradora que te
recuerda tu papel en el mundo. Una imagen, la de tus padres e instantáneamente
aparece una pequeña sonrisa. Esas dos personitas que han vivido contigo tu
infancia, adolescencia, juventud…que han soportado tus idas y venidas, han sido
un hombro en el que poder llorar, te han regalado las mejores cosas, te
apoyaron en tus momentos de ansiedad con el estudio, te recogían a las 6 de la
mañana cuando acababas de salir de fiesta para que no volvieses sola a casa, te
compraron la ropa y zapatos más bonitos que habían en la tienda, que te hacían
mil y una fotos y se les caía la baba al verte porque pensaban que eras la niña
más guapa de todo el colegio. Eres un orgullo para ellos, y ellos para ti. No
podrías pedir unos padres mejores y darías la vida por ellos, al igual que
ellos por ti.
Porque en ellos sí que se puede confiar, porque sabes que
nunca nunca te darán la espalda, porque tras 20 años de vida y convivencia con
ellos, los conoces a la perfección. Conoces todos y cada uno de sus defectos,
te maravillas con sus virtudes, escuchas sus sabios consejos (aunque a veces no
quieras creértelos del todo), ansías llegar a ser como ellos, y aunque no sean
capaces de crear una copia de ellos mismos,
transformarán y moldearán para hacer de ti la reproducción más original
posible.
Inesperadamente, esas lágrimas echadas antes, se convierten
en lágrimas de emoción. Y parece que todo lo que pasa a tu alrededor, ocurre,
pero a cámara lenta. Consigues que el mundo se paralice por unos segundos, y
eres capaz de recomponerte. Ves la vida de otra manera, porque la imagen de tus
padres es el mejor faro que hayas podido encontrar, ya que ellos te guiarán a
un buen puerto. Al puerto llamado felicidad, donde has conseguido alcanzar la
meta más dificultosa y por ello, te sientes alegre, optimista y con una gran
paz interior.
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